El lugar, en silencio y con vallas alrededor aún guarda el eco de la música, los aplausos y la alegría que alguna vez lo definieron, pero hoy solo quedan ruinas, velones encendidos y el llanto de quienes vuelven cada día, como esperando que sea diferente.
Desde tempranas horas de la mañana, familiares y amigos de las víctimas comenzaron a llegar al perímetro del antiguo local. Una misa oficiada por sacerdotes en la Plaza El Portal, al lado de la discoteca, sirvió como punto de encuentro para compartir oraciones, abrazos y lágrimas. Allí se pidió, entre sollozos, respuestas y justicia.
«No queremos cuentos, queremos justicia», fue el grito que retumbó una y otra vez entre los asistentes. Un grito colectivo que ha cobrado fuerza con el pasar de los días, ante la ausencia de un informe oficial que explique qué pasó esa noche.
Silencio institucional y una investigación en curso
La Fiscalía del Distrito Nacional mantiene abierta una investigación, y hasta el momento se han depositado más de 38 acciones legales entre querellas y denuncias. El lugar fue incautado por el Ministerio Público y se han iniciado peritajes junto a entidades como la Oficina Nacional de Evaluación Sísmica y Vulnerabilidad de Infraestructura y Edificaciones (ONESVIE).
La tragedia también ha encendido las alarmas sobre posibles negligencias estructurales y fallos en la supervisión de lugares que operan con gran concentración de público. La responsabilidad de los propietarios, así como de las autoridades que debieron velar por la seguridad del espacio, ha sido cuestionada desde el primer día.
Mientras los informes se cruzan y las pruebas se recogen, las familias de las víctimas viven en pausa. Algunos de ellos han convertido la acera en altar permanente: flores marchitas, fotografías, notas escritas a mano, y nombres repetidos en susurros y oraciones.
Historias que no sanan
Los treinta días transcurridos desde la tragedia no han llevado paz a los sobrevivientes, muchos de los cuales vieron morir a sus familiares y acompañantes. Las secuelas físicas y emocionales persisten, junto al clamor de justicia.
Pablo Ramírez recuerda con dolor su primera y única visita al Jet Set Club, la noche del 7 de abril. En video muestra lo que transcurría como una efusiva fiesta con Rubby Pérez, que pronto se tornó en horror cuando el techo se desplomó pasada la medianoche. El derrumbe le arrebató a su hija, Yaneisy Ramírez, y a su yerno, Ramón Santana, a solo centímetros de su vista.
En otro extremo del club estaba José Contreras, habitué de los famosos lunes del Jet Set durante más de dos décadas. Hoy, esos lunes han sido reemplazados por jornadas de oración y recogimiento. Su hija también sobrevivió, y aún se recupera de las heridas físicas.
Para ambos, el mes transcurrido no ha sido suficiente para procesar la magnitud del dolor. Pablo Ramírez, además del duelo, se prepara para tomar acciones legales contra los propietarios del establecimiento, convencido de que lo ocurrido no fue un accidente y cargando con los gastos económicos posteriores.
La vida después del desastre
Más de 200 personas sobrevivieron a la tragedia del Jet Set. Muchas de ellas siguen en tratamiento, otras aún no regresan a trabajar, y algunas apenas comienzan a hablar de lo que vivieron.
José Luis, uno de los trabajadores de limpieza del área, cuenta que cada tres días pasan brigadas a limpiar los alrededores, reponer velones y recoger los residuos que el tiempo deja. Lo hacen por respeto, pero también por deber. «Aquí se llora todos los días», dice sin levantar mucho la voz.
No hubo presencia de autoridades civiles ni gubernamentales en el acto. Solo la gente. Los de siempre. Los que siguen ahí. Los que no se han ido desde hace un mes.
Jet Set no era solo un centro nocturno. Era parte del ADN de varias generaciones, además de ser el punto más frecuentado de esa parte de la Av. Independencia durante 30 años. Hoy, ese recuerdo se mezcla con la rabia, el dolor y la esperanza de que alguien, algún día, diga por qué pasó lo que pasó.
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